Thursday, April 27, 2006

3. Dicen Que Nací (y 2)

Juan nos sigue contando sus primeros recuerdos fetales.

JUAN
Tras la fecundación, el siguiente recuerdo que tengo es justo antes del parto. Me encontraba durmiendo plácidamente en el útero materno (en el paterno no cabía) y soñando con las azafatas de la tele cuando de repente un conjunto de chillidos y bamboleos provenientes del exterior me hicieron presagiar que mi nacimiento estaba a punto de ocurrir. Recuerdo que una vez un vejete se acercó a mi madre estando en mi sexto mes de gestación y le preguntó: "Señora, ¿para cuándo la explosión?" Je, je con el vejete. Pues la explosión estaba en camino, y tanto alboroto indicaba que algo extraño ocurría en el más allá. Y no me extraña, sabiendo cómo me fue la vida después, mi nacimiento no podía ser normal, no.
Tras unos instantes de confusión, de repente noté una mano merodeando por la cavidad materna en busca de mi cabeza. Yo entendía perfectamente mi situación, pero no se crean que me apetecía nacer justo ese día, 15 de julio de 1973. Pero a todos nos llega la hora, y qué se le iba a hacer, no somos nadie, estamos en manos de Dios.... Y en ese momento también en manos de un extraño empeñado en sacarme de ahí sí o sí. Y no tardó en hacerme sacar la cabeza. En ese momento abrí un ojo, ¡y lo primero que vi fue el careto de Jerry Lewis! Seguramente soy la única persona en el mundo cuya primera visión fue su cara de tonto, sin contar a sus propios hijos, claro.
Todo tenía su explicación. Mis padres se encontraban en un cine de verano viendo una película de Jerry Lewis y de repente, en mitad de una escena entre Lewis y Dean Martin, ¡zas!, rompió aguas. Y no hubo tiempo de ir a hospitales ni nada. Entre los espectadores había un médico que rápidamente se hizo cargo de la situación, porque siempre hay un médico en la sala, y si no lo hay, alguien se hace pasar por uno. Como suele pasar en esos casos, frunció el ceño, puso cara de responsable y su nivel de liderazgo llegó a extremos envidiables: todos le hacían caso. Todos excepto yo, que no quería nacer.
Lo siguiente que vi fue el bigote de mi padre, y unos ojos que expresaban lo que se le venía encima. Y visto lo visto, lo tuve claro: yo me voy para adentro. En un momento en el que el médico se distrajo, aproveché y volví a meter de nuevo la cabeza dentro. Imagínense el panorama. Una mujer pariendo en un cine de verano con más de cien personas observando ajenas a la película por la que pagaron por ver. Y encima un bebé rebelde aparentemente sin causa. El médico volvió a introducir su mano, pero esa jugada ya me la conocía, así que me escondí entre el intestino y el colon, y a ver quién me sacaba de allí.
Pero al final hay ciertas cosas que tienen que pasar y pasan, y mi destino estaba claro, tenía que nacer. El 15 de julio de 1973, a las 23:05 minutos, nací ante la atenta mirada de cien anónimos, un padre descosido, un médico extasiado y un Jerry Lewis haciendo reir al único espectador que pasó del tema. Y una vez afuera, vi el rostro de mi madre, la figura que más me marcaría en mi vida, la única persona a quien realmente he conocido por dentro. Me dieron una palmadita en el culo y eché a llorar. Así empecé mi etapa post parto, un claro indicio de cómo me iría después.

Tuesday, April 25, 2006

2. Dicen Que Nací

Juan Fernández nació una calurosa noche de verano, en una de esas en las que lo último que le apetece a una mujer es parir. Concepción Fernández, en adelante Concha o "la Madre", no tenía previsto quedarse embarazada. A pesar de que tenía ya 30 años y que llevaba siete de casada, aún no estaba convencida del todo. Su marido, Antonio Fernández, en adelante Antonio o "el Padre", era un funcionario de Correos de los de bigote con muy poca vida social. Tenía 40 años cuando nació su primogénito, y digamos que tampoco buscó la paternidad. Ocurrió como suelen ocurrir estas cosas. El proceso fue el habitual, pero lo destacable de verdad fue el alumbramiento. Así lo cuenta el propio Juan.
JUAN
Mi primer recuerdo infantil es de espermatozoide. Me recuerdo a mí mismo con forma de renacuajo deambulando de un lado para otro con un nerviosismo inusitado, casi como si tuviese sífilis. Mi nivel de conciencia era casi nulo, pero recuerdo con claridad el momento preciso de la fecundación. De repente, en un momento de tranquilidad selvática, en cuestión de segundos una fuerte corriente blanquecina me impulsó a mí y a otros tantos millones de espermatozoides a un lugar desconocido.
Al fondo, muy al fondo, se encontraba una gran circunferencia: el óvulo. Por una razón casi animal, instintiva, todos los espermatozoides sentimos la necesidad de correr hacia él cegados por su orondidad. Los más rápidos dejamos atrás con facilidad a los demás, y pronto fuimos tres los destacados. El de mi izquierda era veloz, pero no tardé en saber que no aguantaría mi ritmo. El de mi derecha, sin embargo, sí que era peligroso.
Los dos mantuvimos una gran lucha. Con una velocidad descomunal nos dirigimos hacia el gran bolón tan atractivo para nosotros, a pesar de que no sabíamos lo que nos esperaba. En un momento de la carrera me equiparé al mismísimo Ben Hur en su carrera de cuádrigas contra Mesala. Los demás espermatozoides, ya rendidos, animaban al uno o al otro, pero sus gritos de ánimo eran casi inaudibles en esas circunstancias. A puntísimo de llegar a la meta, mi contrincante y yo nos miramos a los ojos, y con un guiño nos dijimos mutuamente y con gran compañerismo "que gane el mejor".
Y gané yo. Ha sido la única vez que gané algo. Lástima que no me entregaran ninguna medalla conmemorativa. Costó, pero una vez llegado me introduje en el óvulo atravesando su pared gelatinosa, y ya no recuerdo más hasta el día de mi nacimiento.

Sunday, April 23, 2006

1. Introducción


Madrid, 2006. La ciudad rebosa actividad, frenesí y atascos. Cientos de miles de coches deambulan por sus calles; peatones impacientes esperan su oportunidad mientras los semáforos juguetean intercambiando colores. El azul grisáceo decora su cielo, motores y cláxones agrietan un silencio imposible; es la vida en la gran ciudad.

Millones de anónimos pululan en Madrid. Miles de oficinistas, miles de pensionistas, cientos de carteristas esperando el despiste ajeno. Cafeterías llenas de hambrientos, barverías con calvos y viejos en el cine, primera sesión. Niños que gritan, perros que cagan, muchas parejas haciendo el amor, demasiada gente sola.

Imaginemos una gran lupa en el cielo de Madrid. La ciudad empequeñecida cual hormiguero silvestre, y el gran cristal buscando a alguien entre el gentío, alguien a quien observar y seguir. ¿Quién merece ser estudiado? ¿Científicos becados? ¿Bomberos en acción? ¿Políticos corruptos? ¿O uno de esos perros cagadores? La mano que sujeta la lupa toma una decisión: nada de héroes, nada de aventureros con historias que contar. La lupa elige a un hombre apocado, invisible entre los visibles, porque quien más tiene que contar es aquel que jamás ha contado nada. Historias vírgenes, hambrientas de palabras, es lo que busca la lupa. Y lo localiza en pleno barrio de Chamberí, caminando por una de sus populosas calles, sin rumbo definido y sin nadie que le espere en casa. Se llama Juan Fernández, y esta es su historia, la historia de un hombre penoso.