Wednesday, December 03, 2008

26. Contemplando A Quevedo



Una mañana de sábado, en junio de 1982, Juan se encontraba con Batalla en plena Glorieta de Quevedo, y observaba con curiosidad el monumento dedicado a tal insigne literato español. Lo miraba, y se preguntaba qué había hecho ese hombre para que le hubiesen puesto una escultura en lo alto de esa columna. Lo miraba, y le entraban ganas de ser él, con esas vestimentas, esa media melena al viento, esas gafas redondas y mirando como a la Gran Vía con gran interés. El único inconveniente que veía Juan era las moscas y las palomas, que se posaban sobre el poeta y no era capaz de quitárselas de en medio, porque claro, era una estatua hecha de piedra, y no se podía mover. El pequeño Juanito decidió comprarse unas pipas, sentarse en un banco y observar a Quevedo durante varias horas.

El hombre del supermercado de enfrente se le acercó, al cabo de dos horas, por si al niño le pasaba algo, pero le respondió que no, que estaba bien y que por favor no le interrumpiese más, que quería seguir mirando a Don Quevedo. Batalla también se preguntaba qué narices hacía el niño ahí tan quieto, con lo a gusto que estaría él viendo Sábadabada. La Glorieta de Quevedo es muy agradable, como todo Chamberí. Allí se cruzan las calle San Bernardo y Fuencarral, y muy cerca se encuentran los cines y comercios que dan tanta vida a la zona. Pero Juanito sólo tenía ojos para la estatua de Quevedo. De vez en cuando se levantaba del banco e imitaba el gesto del poeta, y luego volvía a sentarse. Y Batalla le miraba con resignación perril. Hasta que de repente aparece un hombre joven en chándal, con aspecto de extranjero. Se sienta junto al pequeño y lanza un profundo suspiro. Al ver que Juanito no se inmuta, vuelve a lanzar un suspiro, si cabe más fuerte y profundo; y comienza a hablar.
EXTRANJERO

Hola pequeño, ¿qué hace un tío como tú ahí sentado? ¿Qué tienes, veinte, veintiún años? Como verás no hablo bien tu idioma, soy alemán, pero mi tata era española, y algo se me pegó. Me cantaba coplas y recitaba poemas. ¡A cien cañones por banda viento en popa a toda vela….! Y ya no recuerdo más. Veo que no haces más que mirar al hombre de la estatua. Creo que es Quevedo. No conozco su aspecto, pero lo he deducido: no tiene sentido que esta glorieta se llame Quevedo y luego pongan una estatua de Garcilaso de la Vega, ¿no?


Te preguntarás qué hace un alemán aquí. Resulta que soy futbolista. ¿No me reconoces? ¿No? Mi selección jugó anoche un partido en el Molinón, en Gijón, por el Mundial, ya sabes. Y pronto jugaremos la final en el Bernabéu…. ¡Gran estadio, sí! Es un orgullo ser futbolista y jugar en un gran estadio. Te aseguro, chaval, que se te pone la piel de gallina. Cuando sales al césped, con esas gradas llenas de aficionados, te sientes el hombre más feliz de la tierra, y te alegras de no haber elegido otra profesión, excepto astronauta, claro.

Te preguntarás qué hace un futbolista alemán aquí sentado, sobre todo teniendo partido dentro de pocos días. ¿No te lo preguntas? El caso es que estoy aquí porque la conciencia me corroe. Sabes que ayer mi equipo empató, ¿no? ¿No lo sabes? Pues empató, y no precisamente porque el partido estuviese igualado. Fue porque…. porque así se decidió con anterioridad. Sí, chaval, así es. Y te aseguro que me cuesta reconocerlo. El empate beneficiaba a ambos equipos, y antes que arriesgarnos, se decidió acabar en tablas, y así todos contentos…. Pero ahora que el partido acabó, en mi cabeza sólo hay sitio para un recuerdo, el de una jugada que protagonicé yo. Estaba en mitad del campo y llegó el balón a mis pies, miré a la portería contraria y me di cuenta de que sólo tenía a un defensa delante mía. Inicié una carrera y todos los jugadores empezaron a seguirme. El defensa me miraba con ojos abiertos, el portero contrario también, así que me acordé del acuerdo del empate. Miré a mi entrenador, y éste me hizo un gesto como rajándose el cuello. Sí, chico, claramente me decía que si metía ese gol yo era hombre muerto. Así que seguí adelante, pero queriendo tiré muy mal y la pelota salió desviada. Anímicamente me sentí fatal. ¡Soy futbolista! Ich bin ein Fußballspieler!!, y mi labor es meter goles, no fallarlos queriendo.


Por eso, chaval, te digo que en la vida tienes que guiarte por tus sentimientos, y por lo que dicte tu conciencia. Quizás de haber metido ese gol ahora estaría muerto, pero no creo. Seguramente ahora sería un héroe en mi país, y seguramente mi entrenador exageraba. Al fin y al cabo, sólo quedaban cinco minutos, más lo que alargara el árbitro, claro.
Bueno tío, te dejo ya. Veo que sigues mirando la estatua. ¿Tanto te gusta? ¿Sí? ¿Eres descendiente de Quevedo o algo así? Oye, que siento que la selección española haya fracasado en vuestro mundial. Siendo la anfitriona jode aun más. Y que sepas que me gusta el Naranjito. He comprado varios peluches Naranjitos para mis sobrinos.


El futbolista alemán se fue, y Juanito se quedó hasta las tres de la tarde ahí sentado y mirando la estatua del ilustre poeta. Y fue así porque Batalla, harto de tanta contemplación, fue a buscar a Concha para que fuera a sacar de allí al bueno de Juanito, el cual se fue resignado recitando en alto…. “¿Y tú me lo preguntas? ¡Poesía eres tú!". Obviamente ese poema no es de Quevedo, pero Juanito lo recitó porque era el único que se sabía.

Friday, February 22, 2008

25. La Odisea de Juanito



Juan nos cuenta una anécdota de su infancia que supuso un paso adelante en su maduración como persona.


JUAN


Cuando tenía 9 años, yo tenía bien delimitada la zona por la que podía andar libremente sin la compañía de un adulto. Mi espacio vital delimitaba con el Parque de Santander al este y con la plaza de Quevedo al oeste; y con Bravo Murillo al norte y Guzmán el Bueno al sur. Más allá de esta zona era territorio comanche, estaba prohibida mi presencia sin la compañía de una persona responsable.


En la Navidad de 1982, me encontraba en el portal de mi edificio con Salvadorcito y con el inefable Pepito. Pepito y yo seguíamos manteniendo esa relación de ardor-odio. Si él decía blanco, yo negro; si él tomaba Danone, yo Yoplait. Y así en todo. En lo único en lo que coincidíamos era en el amor que sentíamos por Isabelita. Sin embargo, sus sentimientos eran más oscuros y abruptos.


El caso es que estábamos en el portal y Salvadorcito mencionó que hay que ver lo bueno que están los pestiños que su madre trae de esa confitería de la Carrera de San Jerónimo, cerca de Sol, y a los tres se nos hizo la boca agua. Entonces Pepito dijo que si tantas ganas teníamos, que por qué no íbamos hacia esa tienda y nos comíamos unos cuantos. Cuando dijo aquello fue como si hubiese dicho que por qué no íbamos a Krypton en busca de kryptonita. Pero miré a Pepito y mantenía su mirada de cuervo en actitud retadora. La palabra miedica permanecía en su boca esperando a que yo me negara para soltarla como a una rata en celo, pero no iba a ser yo quien le diese el placer a semejante víbora.


Salvadorcito estaba reacio a emprender la odisea, aunque se mostró colaborador a la hora de planificar el recorrido. Yo sabía llegar desde nuestra calle hasta el final de Fuencarral, porque en ese punto están esas tetonas colgadas en el muro de un edificio. A su vez, Pepito sabía llegar desde Gran Vía a Callao, porque a menudo acompañaba a su madre de compras por esa zona; y Salvadorcito sabía ir desde Callao hasta la confitería, porque allí cerca vivía una tía suya. Y así fue como iniciamos la odisea, con diez pesetas en el bolsillo.


Iniciamos el camino los tres; la conversación era agradable. Hablamos de los click de Playmobil y de lo mucho que deseábamos hacernos con el barco pirata. Nuestras pequeñas piernas iban dando largos pasos camino del pestiño bendito que nos hacía la boca agua. Al llegar a la Glorieta de Bilbao, Salvadorcito se paró en seco, y nos dijo tajantemente que de ahí no pasaba. No sé si fue miedo escénico o un acto de madurez infantil, pero su decisión fue respetada por nosotros. Le prometimos guardarle un par de pestiños con la única condición de que no dijera nada a nuestras respectivas madres. Pepito y yo nos miramos, y aunque el miedo iba entrando en nuestras venas poco a poco, decidimos seguir sin la compañía de Salvadorcito.




Al llegar al final de Fuencarral vimos a las tetonas de aquel edificio. Mi preferida era la cuarta. Le llamaba Asunción, pero eso jamás se lo conté a nadie. A patir de ese momento, estaba en manos de Pepito, que era quien sabía andar por Gran Vía. Fue toda una experiencia caminar por aquella gran calle sin estar agarrado a la mano de mi madre. Y fue duro pensar que mi bienestar dependía en ese momento de mi gran enemigo. Si le hubiese dado por correr y esconderse, me habría dado un ataque de pánico en ese mismo momento. Me habría tirado al suelo para patalear y ponerme a gritar: "¡¡Mamaaaaaaaaaaaaaá!!". Pero Pepito se comportó por una vez como un caballero. Por muy grande que fuese nuestra disputa, había en aquella misión un hermanamiento coyuntural; si alguno de los dos cedía, derrotábamos los dos. Y fruto de semejante situación ocurrió un hecho inesperado: Pepito, al paso por el cine Avenida, cogió mi mano izquierda para ir juntos cogidos de la mano, mostrando así el afán por llegar al final de nuestra meta.



Minutos más tarde ya íbamos por la calle de Preciados. Fue el momento más duro, pues estaba abarrotada de gente, señoras que salían de Galerías Preciados, de los pequeños comercios, transeúntes, el hombre del cartel de "Compro Oro", los tirititeros, los guiris despistados, los carteristas.... Todo un sinfín de espectros, desconocidos que nos empujaban, apabullaban; y cual Hansel y Gretel, nos adentrábamos en el caos de la urbe, del delirio comercial de la calle más apabullante del centro de Madrid. Llegamos a la plaza del Sol como río que desemboca en el mar. Si cabe más gente aún, pero nuestro destino estaba aún más cerca. Ya casi olíamos a pestiños, y aquella confitería estaba a tiro de piedra.


En ese mismo momento, en Chamberí, estaba ocurriendo el detonante de toda esta historia. Mi madre se cruzó con Salvadorcito, y se extrañó de no verme con él, así que le preguntó que dónde me encontraba. Mi amigo de inmediato se puso rojo como un tomate, lo cual hizo sospechar a mi madre sobremanera. Oliéndose que algo malo ocurría, y ante la pasividad de Salvadorcito, mi madre optó por mostrar la fiera que esconde dentro, hasta el punto de hacer expeler al niño todo su orín contenido durante horas, y claro, confesó. Y mi madre cogió el primer taxi que se cruzó en busca de su hijito descaminado.


Nada más pisar la Carrera de San Jerónimo, una voz familiar se hizo notar. "¡Sobrino, sobrino!" ¡Era mi tío Rogelio! "¿Qué haces aquí, tío?" "¿Y tú, sobrino?" "Yo pregunté primero", le dije con chulería. Y me confesó que estaba haciendo guardia, pues por ahí cerca vivía su amada, la casada con el banquero.... Desanimado al no haber visto a esa mujer, nos llevó a la confitería, nos compró medio kilo de pestiños a cada uno y salimos de la tienda contentos y sonrientes..... Parecía el final feliz de nuestra odisea, pero en es emomento sonó un claxon y un grito escandaloso. Era mi madre, con todo el ímpetu adquirido por su condición de tupperwoman, energumenecida al comprobar que efectivamente me había escapado sin su permiso. Y fue entonces cuando mi tío Rogelio me sorprendió por primera vez. Con su aspecto de portero de la Sala Carabanchel, salió en mi defensa, diciendo que fue él quien nos trajo aquí, y que la culpa fue suya por no haberla avisado. La intención fue buena, pero ella no le creyó, porque mi tía Angustias le había avisado que si miraba para arriba mientras hablaba es porque mentía, y eso hizo. Todo el mundo se llevó un castigo: yo estuve mes y medio sin salir los sábados por la tarde, Pepito se quedó sin natillas durante seis meses y mi tío Rogelio tuvo que encargarse de lavar los platos durante un mes. Así es la ley cuando quiere ganarse el respeto....