Wednesday, September 09, 2009

28. La Primera Cita Con Isabelita

En septiembre de 1982, con diez años, Juanito tuvo su primera cita con Isabelita, su eterna amada. A él le hubiese gustado que aquel encuentro se hubiese producido fruto de su valentía y confianza en sí mismo, diciéndole alto y claro “Isabelita, ¿qué haces el sábado por la tarde? Hay un cojín en mi cuarto que lleva tu nombre escrito”. Pero no fue así. Aquel primer encuentro a solas se produjo gracias a su madre. Concha llevaba un tiempo con ganas de tener una amiga más cercana, alguien con quien compartir confidencias, recetas y cuchicheos. Y un día, a la salida del colegio, se fijó en Margari, la madre de Isabelita. Así que, ni corta ni perezosa, Concha se acercó a ella y le dio conversación, y no tardó ni diez minutos en invitarla el sábado siguiente a tomar café en su casa. Margari, que conocía a Concha de oídas, se temía que aquello fuese una encerrona de la number one para que acabara comprándole el último lote de tuppers, pero no era esa la intención de Concha, por extraño que pareciese. Margari le dijo, eso sí, que tenía que llevar a Isabelita con ella, ya que su marido los sábados por la tarde se iba al bingo, y no podía dejar a la cría sola en casa, claro.

Cuando el viernes por la noche, mientras veían el Un, Dos, Tres, le dijo Concha a su hijo que el sábado iba a venir Isabelita a pasar la tarde con él, Juanito sufrió una especie de colapso emocional que casi le lleva a Urgencias.

JUAN

Claro, imagínese cómo me afectó aquello. Isabelita era mi amor platónico. Estaba acostumbrado a tratarla en el colegio, pero ese sábado iba a tener un bis a bis con ella. Al menos dos o tres horas mi amada y yo a solas, tomando Cola Cao y galletas. Aquello me dio un pánico escénico digno de un cantante de ópera primerizo. ¿De qué iba a hablar con ella tanto tiempo? Yo estaba acostumbrado a hacerle comentarios en clase, del tipo “Mira, al profe se le ve el culo”, o bien, “¿Quieres regaliz?... Toma”. Pero poco más. ¡No tenía ni idea de qué podíamos hacer tanto tiempo en mi cuarto! Así que lo primero que se me ocurrió fue implorarle a mi madre para que no me hiciese pasar por ese mal trago, pero me ignoró completamente, y me dijo que ya era hora de que madurara. La verdad es que tenía razón, pero esas horas previas al primer encuentro, se me hicieron eternas.

Ese día Juanito se frotó más que nunca en la ducha; no quería que ninguna parte de su cuerpo quedara sin limpiar. Acabó con el bote de colonia y hasta se untó el desodorante de su madre. Bebió como diez vasos de agua durante el almuerzo, estiró el cuello como un condenado al garrote vil, tragó saliva innumerables veces y hasta se leyó el periódico del día para tener temas de conversación. Fue al váter en ocho ocasiones, más por nervios que porque se lo pidiera su aparato digestivo. Vomitó tres veces y tuvo más escalofríos que un soldado americano a punto de desembarcar en Normandía. Y entonces llegó la hora: a las seis de la tarde, sonó el timbre de la puerta. Ya no había marcha atrás. Era la hora de enfrentarse a sus miedos.

JUAN

Mi madre abrió la puerta y aparecieron Isabelita y su madre. Isabelita tenía cara de pocos amigos; tenía la mitad de la boca torcida para arriba, en clara actitud despreciativa. Su madre aclaró que su comportamiento se debía a que esa tarde salía en Tocata su cantante preferido, pero mi madre le dijo que no pasaba nada, que cuando fuera a salir encendían la tele y así podría verlo, y entonces ella cambió su gesto y volvió a ser la dulce Isabelita que conocía del colegio. Pero entonces mi madre nos empujó a mi cuarto, nos llevó Cola Cao y galletas, y cerró la puerta diciendo: “Os cierro la puerta, que nosotros vamos a hablar de cosas de mayores”. Entonces miré a Isabelita de reojo y vi en ella un gesto parecido al de un presidiario que acaba de llegar a su nueva celda. Se quedó quieta mirando cada rincón de mi cuarto, y cuando ya no había más detalle que mirar, me clavó su mirada azul en mis ojos y me dijo: “¿Y ahora qué hacemos?”. Así que nos sentamos los dos sobre el borde de la cama, en silencio, y sin saber qué hacer y qué decir. Después de media hora así, le pregunté: “¿Quieres jugar a Juegos Reunidos Geyper?”. Pero me contestó con un seco y dulce “No”. Por dentro, yo no paraba de pensar por qué a mí me pasaban estas cosas. Batalla, que presenciaba la escena desde el rincón de mi cuarto, me miraba con gesto de resignación perril. No sabía por qué, pero no me salía ninguna palabra de la boca. En media hora sólo pude decirle: “¿Te acuerdas de que al profe se le veía el culo?”. Y también: “¿Quieres regaliz?... Toma”.

Yo no entendía nada. Odiaba a Pepito con toda mi alma, pero no tenía ningún problema de comunicación con él; podía estar horas hablando de cualquier cosa, y lo mismo con Salvadorcito, pero estaba ante mi primer amor coetáneo y estaba desaprovechando aquella oportunidad propia de un regalo de los dioses.

Mientras esto ocurría, en la sala de estar Concha y Margari hablaban de cosas de madres. Concha se sinceró con ella y le contó cómo se encontraba anímicamente desde que enviudó, pero no dudó en soltar dos o tres chistes de cosecha propia para que su nueva amiga no pensara que un funeral era más divertido que tomar café con ella. Hablaron de sus series preferidas, de lo guapo que era Imanol Arias, de cómo hacer croquetas más consistentes, de la Guerra de las Malvinas, de las casualidades de la vida y de lo duraderas que son las fiambreras Tupperware… Esto último se le escapó a Concha, por más que se prometió a ella misma que no mezclaría asuntos profesionales con su nueva amistad.

Transcurridas dos horas, y después de haber visto a Miguel Bosé en Tocata, los niños aún seguían en el cuarto de Juanito. “¿Te ha gustado?”, le preguntó el niño a Isabelita. Y ella respondió: “Sí, mucho”. Juan sabía que su amada se derretía con los quesitos de La Vaca Que Se Descojona, así que le había dado dos, para que así la niña tuviese un buen recuerdo de su estancia en su cuarto. La tarde estuvo lleno de momentos agridulces para Juanito. Por un lado, la alegría de compartir con ella su primera tarde juntos; por otro, la vergüenza que pasó cuando a Batalla le dio por agarrarse a la pierna de Isabelita y hacer movimientos púbicos impúdicos. En ese tiempo apenas hablaron entre ellos, pero rompieron ese muro temeroso de la primera vez. A partir de entonces, todo podía cambiar en su relación. Quizás no tendría consecuencias inmediatas, pero sí a posteriori.

A las 8:15 de la tarde, Margari e Isabelita se despedían de la casa de los Fernández cargando con el último lote de Tupperwares. De verdad que lo intentó Concha, de verdad; pero le fue imposible evitar venderle ese último lote recién llegado de fábrica.

BATALLA

Yo sólo quería hacerle ver a Juanito qué era lo que tenía que hacer.

Friday, January 30, 2009

27. La Aparición De Antonio



El 15 de julio de 1982 el pequeño niño gordito Juan cumplió 9 años. En el cine de verano lo celebraron con cierta desgana: regalaron regaliz y gusanitos a cada espectador, y en el intermedio le cantaron todos el cumpleaños feliz. La película elegida fue SUPERMAN; escogida oficiosamente para elevar la autoestima del pequeño, la cual andaba bastante baja aquel verano. Concha y su hijo volvieron a casa dando un paseo por la acogedora noche de verano de Chamberí. Las terrazas estaban animadas, y los coches pasaban de un lado a otro buscando diversión y alevosía. A la mañana siguiente Juanito se despertó y vio una nota de su madre: “Juanito, he tenido que salir. Llegaré por la noche. La del Segundo A te traerá la comida. No seas malo”. Con nueve años el chico ya sabía estar en casa solo. Incluso le gustaba. Podía comer todas las tostadas que quisiera y correr desnudo por los pasillos. Esa mañana se la pasó tumbado en el sofá mientras su perro Batalla le miraba preguntándose por qué a él le tocó ser él. Y entonces, mientras ojeaba un Mortadelo y Filemón, notó que no estaba solo en esa casa.

JUAN

Efectivamente. Yo estaba leyendo un tebeo y de repente noté como frío. La ventana estaba abierta, así que me levanté a cerrarla y cuando me giré para volver al sofá, de repente veo allí sentado a…¡mi padre! Bueno, a su espíritu. Pensé que sería una ilusión óptica, pero el fantasma no desaparecía, y empezó a mirarme de arriba a abajo. “Juanito, dile a tu madre que no te dé tanto de comer, que estás muy gordo”. Le recriminé que lo primero que hizo al verme fuera insultarme, y me dijo que era una crítica constructiva, y que se reía conmigo, no de mí. Me dijo después que me sentara a su lado, que no mordía. Yo le hice caso porque se trataba de mi padre, si llega a ser el espíritu de un desconocido hubiese salido corriendo como un descosido, claro. Le pregunté que qué estaba haciendo por aquí, y me dijo esto: “Niño, he venido para que le digas a tu madre que venda mi colección de sellos, que vale una pasta gansa”. Yo le dije que había estado a punto de tirarla dos veces, y que yo se lo impedí. “Por eso, Juanito. Que lo venda, y así tenéis dinerito para algún capricho. Me gusta la tortilla de mi Tío Manolo.” Lo de la tortilla es porque los espíritus hablan así, de esa forma inconexa, ya sabes.

Durante la mañana estuvimos hablando de muchas cosas. Piensa que él se murió siendo yo bebé, y teníamos que ponernos al día. Mis primeras palabras, mis primeras decepciones, mis primeros traumas… Cansados de estar encerrados en casa decidimos dar un paseo, y así él recordaba las calles que tanto tuvo que recorrer en sus primeros años en Correos. Nos acercamos a la oficina de Guzmán El Bueno para ver a sus antiguos compañeros. Se lo pasó de lo lindo escondiéndoles las cosas, y dijo de ellos que todos estaban más gordos, pero que lo decía como crítica constructiva. Después fuimos a tomar un helado, y yo me tomé el suyo, ya que un fantasma no puede dar lengüetazos. Entonces se me ocurrió pedirle que me llevara a la Gran Vía, para comer juntos en la nueva hamburguesería que había abierto: ¡el primer McDonald de España! Cogimos el metro de Chamberí y nos fuimos hasta la parada de Gran Vía. Él no pagó billete, claro, pero se divirtió mucho dando pellizcos en el culo a las chicas guapas que abarrotaban los vagones.

Fuimos bajando por esta calle que tanto me gusta hasta llegar a la hamburguesería. Pedimos dos Mc hamburguesas, pero mi padre no llevaba dinero encima y tuve que pedirle dinero a una señora que estaba allí. Le dije que mi madre se lo devolvería en tuppers, y me pidió mis datos y mi dirección para poder ir a por ellos. Era la hora de comer, y Susana fue a mi casa a llevarme la comida, y al ver que no abría la puerta pues entró ella con su juego de llaves. Yo le dejé una nota que decía: “Susana, he ido a dar un paseo con el espíritu de mi padre”. Así que llamó a mi madre muy angustiada, pues pensaba que yo estaba loco del todo. Después de la comilona fuimos al cine y nos vimos una peli de Paul Newman. Él tampoco pagó, claro. De hecho, se sentó encima de una señora que estaba a mi lado, pero ella no notó nada, porque los espíritus son transparentes y no pesan, y sólo los pueden ver aquellos que son elegidos por el mismo espíritu. Después nos sentamos en la Plaza de España y nos entretuvimos mirando a la gente rara y poniéndoles motes. Entonces mi padre le preguntó a uno la hora y antes de salir corriendo muerto de miedo le dijo que eran las siete y media. Y le entró la prisa: “¡Juanito, qué tarde! Me tengo que ir ya que allí arriba hay toque de queda y el que llegue tarde tiene que pasar la noche en el purgatorio. No sabes cómo se las gastan ahí arriba.” Entonces me puse a llorar y le dije que por favor, por favor, que antes de irse me ayudara con una cosita. Y mientras íbamos en el metro, le fui explicando que necesitaba que le diese un susto a mi enemigo Pepito. Le expliqué toda la historia y me dijo que vale, que me ayudaría porque ese Pepito era un niño de lo más malo y tonto.

Al llegar a mi calle, llamé a Pepito por el telefonillo, y le dije que se bajara.

PEPITO

Yo me bajé, porque ese día tenía ganas de meterme con él. Y entonces le vi con una sonrisita un tanto sospechosa. “¿De qué se reirá Bellota Gorda?”, me pregunté. Y entonces empezaron a ocurrir cosas de lo más extrañas.
JUAN

Entonces le dije a mi padre que cogiera un montón de piedrecitas y tierra y se las echara por dentro de los calzoncillos. Y mientras yo distraía a Pepito contándole una tontería, mi padre hizo lo que le pedí. Entonces se le cambió la cara al tonto de Pepito y de repente empezó a llorar y a andar con las piernas abiertas, mientras no paraba de gritar “¡mamaaaaaaá, mamaaaaaaá!”. Y justo en ese momento pasó por delante Isabelita, nuestra amada, y le dije al oído: “Pues eso, guapa, que Pepito se ha hecho caca”. Mi padre, entonces, aprovechó e hizo un mutis por el foro, no sin antes recordarme que le dijera a mi madre lo de su colección de sellos.
Cuando Juanito subió a su casa, su madre encolerizó. Le dijo que qué era eso de escaparse y que qué era eso de decir que se iba de paseo con el espíritu de su padre, que eso no era de recibo y que era menester que no fuera un niño tan embustero. El niño aceptó la regañina, y se olvidó por completo del encargo que le había hecho su padre. Al rato, apareció en la casa la señora que le había pagado las hamburguesas. Al pedirle un par de tuppers como pago, Concha le dijo que nanai, pero a cambio le entregaba una bonita colección de sellos perteneciente a su difunto marido. La señora se fue a regañadientes, hasta que llegó a su casa y le mostró la colección a su esposo, que era coleccionista y experto en sellos. Al verano siguiente, el matrimonio pasó un mes de crucero por el Caribe, mientras el espíritu de Antonio, ahí arriba, se tiraba de los pelos y maldecía la torpeza de su hijo.