Wednesday, September 09, 2009

28. La Primera Cita Con Isabelita

En septiembre de 1982, con diez años, Juanito tuvo su primera cita con Isabelita, su eterna amada. A él le hubiese gustado que aquel encuentro se hubiese producido fruto de su valentía y confianza en sí mismo, diciéndole alto y claro “Isabelita, ¿qué haces el sábado por la tarde? Hay un cojín en mi cuarto que lleva tu nombre escrito”. Pero no fue así. Aquel primer encuentro a solas se produjo gracias a su madre. Concha llevaba un tiempo con ganas de tener una amiga más cercana, alguien con quien compartir confidencias, recetas y cuchicheos. Y un día, a la salida del colegio, se fijó en Margari, la madre de Isabelita. Así que, ni corta ni perezosa, Concha se acercó a ella y le dio conversación, y no tardó ni diez minutos en invitarla el sábado siguiente a tomar café en su casa. Margari, que conocía a Concha de oídas, se temía que aquello fuese una encerrona de la number one para que acabara comprándole el último lote de tuppers, pero no era esa la intención de Concha, por extraño que pareciese. Margari le dijo, eso sí, que tenía que llevar a Isabelita con ella, ya que su marido los sábados por la tarde se iba al bingo, y no podía dejar a la cría sola en casa, claro.

Cuando el viernes por la noche, mientras veían el Un, Dos, Tres, le dijo Concha a su hijo que el sábado iba a venir Isabelita a pasar la tarde con él, Juanito sufrió una especie de colapso emocional que casi le lleva a Urgencias.

JUAN

Claro, imagínese cómo me afectó aquello. Isabelita era mi amor platónico. Estaba acostumbrado a tratarla en el colegio, pero ese sábado iba a tener un bis a bis con ella. Al menos dos o tres horas mi amada y yo a solas, tomando Cola Cao y galletas. Aquello me dio un pánico escénico digno de un cantante de ópera primerizo. ¿De qué iba a hablar con ella tanto tiempo? Yo estaba acostumbrado a hacerle comentarios en clase, del tipo “Mira, al profe se le ve el culo”, o bien, “¿Quieres regaliz?... Toma”. Pero poco más. ¡No tenía ni idea de qué podíamos hacer tanto tiempo en mi cuarto! Así que lo primero que se me ocurrió fue implorarle a mi madre para que no me hiciese pasar por ese mal trago, pero me ignoró completamente, y me dijo que ya era hora de que madurara. La verdad es que tenía razón, pero esas horas previas al primer encuentro, se me hicieron eternas.

Ese día Juanito se frotó más que nunca en la ducha; no quería que ninguna parte de su cuerpo quedara sin limpiar. Acabó con el bote de colonia y hasta se untó el desodorante de su madre. Bebió como diez vasos de agua durante el almuerzo, estiró el cuello como un condenado al garrote vil, tragó saliva innumerables veces y hasta se leyó el periódico del día para tener temas de conversación. Fue al váter en ocho ocasiones, más por nervios que porque se lo pidiera su aparato digestivo. Vomitó tres veces y tuvo más escalofríos que un soldado americano a punto de desembarcar en Normandía. Y entonces llegó la hora: a las seis de la tarde, sonó el timbre de la puerta. Ya no había marcha atrás. Era la hora de enfrentarse a sus miedos.

JUAN

Mi madre abrió la puerta y aparecieron Isabelita y su madre. Isabelita tenía cara de pocos amigos; tenía la mitad de la boca torcida para arriba, en clara actitud despreciativa. Su madre aclaró que su comportamiento se debía a que esa tarde salía en Tocata su cantante preferido, pero mi madre le dijo que no pasaba nada, que cuando fuera a salir encendían la tele y así podría verlo, y entonces ella cambió su gesto y volvió a ser la dulce Isabelita que conocía del colegio. Pero entonces mi madre nos empujó a mi cuarto, nos llevó Cola Cao y galletas, y cerró la puerta diciendo: “Os cierro la puerta, que nosotros vamos a hablar de cosas de mayores”. Entonces miré a Isabelita de reojo y vi en ella un gesto parecido al de un presidiario que acaba de llegar a su nueva celda. Se quedó quieta mirando cada rincón de mi cuarto, y cuando ya no había más detalle que mirar, me clavó su mirada azul en mis ojos y me dijo: “¿Y ahora qué hacemos?”. Así que nos sentamos los dos sobre el borde de la cama, en silencio, y sin saber qué hacer y qué decir. Después de media hora así, le pregunté: “¿Quieres jugar a Juegos Reunidos Geyper?”. Pero me contestó con un seco y dulce “No”. Por dentro, yo no paraba de pensar por qué a mí me pasaban estas cosas. Batalla, que presenciaba la escena desde el rincón de mi cuarto, me miraba con gesto de resignación perril. No sabía por qué, pero no me salía ninguna palabra de la boca. En media hora sólo pude decirle: “¿Te acuerdas de que al profe se le veía el culo?”. Y también: “¿Quieres regaliz?... Toma”.

Yo no entendía nada. Odiaba a Pepito con toda mi alma, pero no tenía ningún problema de comunicación con él; podía estar horas hablando de cualquier cosa, y lo mismo con Salvadorcito, pero estaba ante mi primer amor coetáneo y estaba desaprovechando aquella oportunidad propia de un regalo de los dioses.

Mientras esto ocurría, en la sala de estar Concha y Margari hablaban de cosas de madres. Concha se sinceró con ella y le contó cómo se encontraba anímicamente desde que enviudó, pero no dudó en soltar dos o tres chistes de cosecha propia para que su nueva amiga no pensara que un funeral era más divertido que tomar café con ella. Hablaron de sus series preferidas, de lo guapo que era Imanol Arias, de cómo hacer croquetas más consistentes, de la Guerra de las Malvinas, de las casualidades de la vida y de lo duraderas que son las fiambreras Tupperware… Esto último se le escapó a Concha, por más que se prometió a ella misma que no mezclaría asuntos profesionales con su nueva amistad.

Transcurridas dos horas, y después de haber visto a Miguel Bosé en Tocata, los niños aún seguían en el cuarto de Juanito. “¿Te ha gustado?”, le preguntó el niño a Isabelita. Y ella respondió: “Sí, mucho”. Juan sabía que su amada se derretía con los quesitos de La Vaca Que Se Descojona, así que le había dado dos, para que así la niña tuviese un buen recuerdo de su estancia en su cuarto. La tarde estuvo lleno de momentos agridulces para Juanito. Por un lado, la alegría de compartir con ella su primera tarde juntos; por otro, la vergüenza que pasó cuando a Batalla le dio por agarrarse a la pierna de Isabelita y hacer movimientos púbicos impúdicos. En ese tiempo apenas hablaron entre ellos, pero rompieron ese muro temeroso de la primera vez. A partir de entonces, todo podía cambiar en su relación. Quizás no tendría consecuencias inmediatas, pero sí a posteriori.

A las 8:15 de la tarde, Margari e Isabelita se despedían de la casa de los Fernández cargando con el último lote de Tupperwares. De verdad que lo intentó Concha, de verdad; pero le fue imposible evitar venderle ese último lote recién llegado de fábrica.

BATALLA

Yo sólo quería hacerle ver a Juanito qué era lo que tenía que hacer.

Friday, January 30, 2009

27. La Aparición De Antonio



El 15 de julio de 1982 el pequeño niño gordito Juan cumplió 9 años. En el cine de verano lo celebraron con cierta desgana: regalaron regaliz y gusanitos a cada espectador, y en el intermedio le cantaron todos el cumpleaños feliz. La película elegida fue SUPERMAN; escogida oficiosamente para elevar la autoestima del pequeño, la cual andaba bastante baja aquel verano. Concha y su hijo volvieron a casa dando un paseo por la acogedora noche de verano de Chamberí. Las terrazas estaban animadas, y los coches pasaban de un lado a otro buscando diversión y alevosía. A la mañana siguiente Juanito se despertó y vio una nota de su madre: “Juanito, he tenido que salir. Llegaré por la noche. La del Segundo A te traerá la comida. No seas malo”. Con nueve años el chico ya sabía estar en casa solo. Incluso le gustaba. Podía comer todas las tostadas que quisiera y correr desnudo por los pasillos. Esa mañana se la pasó tumbado en el sofá mientras su perro Batalla le miraba preguntándose por qué a él le tocó ser él. Y entonces, mientras ojeaba un Mortadelo y Filemón, notó que no estaba solo en esa casa.

JUAN

Efectivamente. Yo estaba leyendo un tebeo y de repente noté como frío. La ventana estaba abierta, así que me levanté a cerrarla y cuando me giré para volver al sofá, de repente veo allí sentado a…¡mi padre! Bueno, a su espíritu. Pensé que sería una ilusión óptica, pero el fantasma no desaparecía, y empezó a mirarme de arriba a abajo. “Juanito, dile a tu madre que no te dé tanto de comer, que estás muy gordo”. Le recriminé que lo primero que hizo al verme fuera insultarme, y me dijo que era una crítica constructiva, y que se reía conmigo, no de mí. Me dijo después que me sentara a su lado, que no mordía. Yo le hice caso porque se trataba de mi padre, si llega a ser el espíritu de un desconocido hubiese salido corriendo como un descosido, claro. Le pregunté que qué estaba haciendo por aquí, y me dijo esto: “Niño, he venido para que le digas a tu madre que venda mi colección de sellos, que vale una pasta gansa”. Yo le dije que había estado a punto de tirarla dos veces, y que yo se lo impedí. “Por eso, Juanito. Que lo venda, y así tenéis dinerito para algún capricho. Me gusta la tortilla de mi Tío Manolo.” Lo de la tortilla es porque los espíritus hablan así, de esa forma inconexa, ya sabes.

Durante la mañana estuvimos hablando de muchas cosas. Piensa que él se murió siendo yo bebé, y teníamos que ponernos al día. Mis primeras palabras, mis primeras decepciones, mis primeros traumas… Cansados de estar encerrados en casa decidimos dar un paseo, y así él recordaba las calles que tanto tuvo que recorrer en sus primeros años en Correos. Nos acercamos a la oficina de Guzmán El Bueno para ver a sus antiguos compañeros. Se lo pasó de lo lindo escondiéndoles las cosas, y dijo de ellos que todos estaban más gordos, pero que lo decía como crítica constructiva. Después fuimos a tomar un helado, y yo me tomé el suyo, ya que un fantasma no puede dar lengüetazos. Entonces se me ocurrió pedirle que me llevara a la Gran Vía, para comer juntos en la nueva hamburguesería que había abierto: ¡el primer McDonald de España! Cogimos el metro de Chamberí y nos fuimos hasta la parada de Gran Vía. Él no pagó billete, claro, pero se divirtió mucho dando pellizcos en el culo a las chicas guapas que abarrotaban los vagones.

Fuimos bajando por esta calle que tanto me gusta hasta llegar a la hamburguesería. Pedimos dos Mc hamburguesas, pero mi padre no llevaba dinero encima y tuve que pedirle dinero a una señora que estaba allí. Le dije que mi madre se lo devolvería en tuppers, y me pidió mis datos y mi dirección para poder ir a por ellos. Era la hora de comer, y Susana fue a mi casa a llevarme la comida, y al ver que no abría la puerta pues entró ella con su juego de llaves. Yo le dejé una nota que decía: “Susana, he ido a dar un paseo con el espíritu de mi padre”. Así que llamó a mi madre muy angustiada, pues pensaba que yo estaba loco del todo. Después de la comilona fuimos al cine y nos vimos una peli de Paul Newman. Él tampoco pagó, claro. De hecho, se sentó encima de una señora que estaba a mi lado, pero ella no notó nada, porque los espíritus son transparentes y no pesan, y sólo los pueden ver aquellos que son elegidos por el mismo espíritu. Después nos sentamos en la Plaza de España y nos entretuvimos mirando a la gente rara y poniéndoles motes. Entonces mi padre le preguntó a uno la hora y antes de salir corriendo muerto de miedo le dijo que eran las siete y media. Y le entró la prisa: “¡Juanito, qué tarde! Me tengo que ir ya que allí arriba hay toque de queda y el que llegue tarde tiene que pasar la noche en el purgatorio. No sabes cómo se las gastan ahí arriba.” Entonces me puse a llorar y le dije que por favor, por favor, que antes de irse me ayudara con una cosita. Y mientras íbamos en el metro, le fui explicando que necesitaba que le diese un susto a mi enemigo Pepito. Le expliqué toda la historia y me dijo que vale, que me ayudaría porque ese Pepito era un niño de lo más malo y tonto.

Al llegar a mi calle, llamé a Pepito por el telefonillo, y le dije que se bajara.

PEPITO

Yo me bajé, porque ese día tenía ganas de meterme con él. Y entonces le vi con una sonrisita un tanto sospechosa. “¿De qué se reirá Bellota Gorda?”, me pregunté. Y entonces empezaron a ocurrir cosas de lo más extrañas.
JUAN

Entonces le dije a mi padre que cogiera un montón de piedrecitas y tierra y se las echara por dentro de los calzoncillos. Y mientras yo distraía a Pepito contándole una tontería, mi padre hizo lo que le pedí. Entonces se le cambió la cara al tonto de Pepito y de repente empezó a llorar y a andar con las piernas abiertas, mientras no paraba de gritar “¡mamaaaaaaá, mamaaaaaaá!”. Y justo en ese momento pasó por delante Isabelita, nuestra amada, y le dije al oído: “Pues eso, guapa, que Pepito se ha hecho caca”. Mi padre, entonces, aprovechó e hizo un mutis por el foro, no sin antes recordarme que le dijera a mi madre lo de su colección de sellos.
Cuando Juanito subió a su casa, su madre encolerizó. Le dijo que qué era eso de escaparse y que qué era eso de decir que se iba de paseo con el espíritu de su padre, que eso no era de recibo y que era menester que no fuera un niño tan embustero. El niño aceptó la regañina, y se olvidó por completo del encargo que le había hecho su padre. Al rato, apareció en la casa la señora que le había pagado las hamburguesas. Al pedirle un par de tuppers como pago, Concha le dijo que nanai, pero a cambio le entregaba una bonita colección de sellos perteneciente a su difunto marido. La señora se fue a regañadientes, hasta que llegó a su casa y le mostró la colección a su esposo, que era coleccionista y experto en sellos. Al verano siguiente, el matrimonio pasó un mes de crucero por el Caribe, mientras el espíritu de Antonio, ahí arriba, se tiraba de los pelos y maldecía la torpeza de su hijo.

Wednesday, December 03, 2008

26. Contemplando A Quevedo



Una mañana de sábado, en junio de 1982, Juan se encontraba con Batalla en plena Glorieta de Quevedo, y observaba con curiosidad el monumento dedicado a tal insigne literato español. Lo miraba, y se preguntaba qué había hecho ese hombre para que le hubiesen puesto una escultura en lo alto de esa columna. Lo miraba, y le entraban ganas de ser él, con esas vestimentas, esa media melena al viento, esas gafas redondas y mirando como a la Gran Vía con gran interés. El único inconveniente que veía Juan era las moscas y las palomas, que se posaban sobre el poeta y no era capaz de quitárselas de en medio, porque claro, era una estatua hecha de piedra, y no se podía mover. El pequeño Juanito decidió comprarse unas pipas, sentarse en un banco y observar a Quevedo durante varias horas.

El hombre del supermercado de enfrente se le acercó, al cabo de dos horas, por si al niño le pasaba algo, pero le respondió que no, que estaba bien y que por favor no le interrumpiese más, que quería seguir mirando a Don Quevedo. Batalla también se preguntaba qué narices hacía el niño ahí tan quieto, con lo a gusto que estaría él viendo Sábadabada. La Glorieta de Quevedo es muy agradable, como todo Chamberí. Allí se cruzan las calle San Bernardo y Fuencarral, y muy cerca se encuentran los cines y comercios que dan tanta vida a la zona. Pero Juanito sólo tenía ojos para la estatua de Quevedo. De vez en cuando se levantaba del banco e imitaba el gesto del poeta, y luego volvía a sentarse. Y Batalla le miraba con resignación perril. Hasta que de repente aparece un hombre joven en chándal, con aspecto de extranjero. Se sienta junto al pequeño y lanza un profundo suspiro. Al ver que Juanito no se inmuta, vuelve a lanzar un suspiro, si cabe más fuerte y profundo; y comienza a hablar.
EXTRANJERO

Hola pequeño, ¿qué hace un tío como tú ahí sentado? ¿Qué tienes, veinte, veintiún años? Como verás no hablo bien tu idioma, soy alemán, pero mi tata era española, y algo se me pegó. Me cantaba coplas y recitaba poemas. ¡A cien cañones por banda viento en popa a toda vela….! Y ya no recuerdo más. Veo que no haces más que mirar al hombre de la estatua. Creo que es Quevedo. No conozco su aspecto, pero lo he deducido: no tiene sentido que esta glorieta se llame Quevedo y luego pongan una estatua de Garcilaso de la Vega, ¿no?


Te preguntarás qué hace un alemán aquí. Resulta que soy futbolista. ¿No me reconoces? ¿No? Mi selección jugó anoche un partido en el Molinón, en Gijón, por el Mundial, ya sabes. Y pronto jugaremos la final en el Bernabéu…. ¡Gran estadio, sí! Es un orgullo ser futbolista y jugar en un gran estadio. Te aseguro, chaval, que se te pone la piel de gallina. Cuando sales al césped, con esas gradas llenas de aficionados, te sientes el hombre más feliz de la tierra, y te alegras de no haber elegido otra profesión, excepto astronauta, claro.

Te preguntarás qué hace un futbolista alemán aquí sentado, sobre todo teniendo partido dentro de pocos días. ¿No te lo preguntas? El caso es que estoy aquí porque la conciencia me corroe. Sabes que ayer mi equipo empató, ¿no? ¿No lo sabes? Pues empató, y no precisamente porque el partido estuviese igualado. Fue porque…. porque así se decidió con anterioridad. Sí, chaval, así es. Y te aseguro que me cuesta reconocerlo. El empate beneficiaba a ambos equipos, y antes que arriesgarnos, se decidió acabar en tablas, y así todos contentos…. Pero ahora que el partido acabó, en mi cabeza sólo hay sitio para un recuerdo, el de una jugada que protagonicé yo. Estaba en mitad del campo y llegó el balón a mis pies, miré a la portería contraria y me di cuenta de que sólo tenía a un defensa delante mía. Inicié una carrera y todos los jugadores empezaron a seguirme. El defensa me miraba con ojos abiertos, el portero contrario también, así que me acordé del acuerdo del empate. Miré a mi entrenador, y éste me hizo un gesto como rajándose el cuello. Sí, chico, claramente me decía que si metía ese gol yo era hombre muerto. Así que seguí adelante, pero queriendo tiré muy mal y la pelota salió desviada. Anímicamente me sentí fatal. ¡Soy futbolista! Ich bin ein Fußballspieler!!, y mi labor es meter goles, no fallarlos queriendo.


Por eso, chaval, te digo que en la vida tienes que guiarte por tus sentimientos, y por lo que dicte tu conciencia. Quizás de haber metido ese gol ahora estaría muerto, pero no creo. Seguramente ahora sería un héroe en mi país, y seguramente mi entrenador exageraba. Al fin y al cabo, sólo quedaban cinco minutos, más lo que alargara el árbitro, claro.
Bueno tío, te dejo ya. Veo que sigues mirando la estatua. ¿Tanto te gusta? ¿Sí? ¿Eres descendiente de Quevedo o algo así? Oye, que siento que la selección española haya fracasado en vuestro mundial. Siendo la anfitriona jode aun más. Y que sepas que me gusta el Naranjito. He comprado varios peluches Naranjitos para mis sobrinos.


El futbolista alemán se fue, y Juanito se quedó hasta las tres de la tarde ahí sentado y mirando la estatua del ilustre poeta. Y fue así porque Batalla, harto de tanta contemplación, fue a buscar a Concha para que fuera a sacar de allí al bueno de Juanito, el cual se fue resignado recitando en alto…. “¿Y tú me lo preguntas? ¡Poesía eres tú!". Obviamente ese poema no es de Quevedo, pero Juanito lo recitó porque era el único que se sabía.

Friday, February 22, 2008

25. La Odisea de Juanito



Juan nos cuenta una anécdota de su infancia que supuso un paso adelante en su maduración como persona.


JUAN


Cuando tenía 9 años, yo tenía bien delimitada la zona por la que podía andar libremente sin la compañía de un adulto. Mi espacio vital delimitaba con el Parque de Santander al este y con la plaza de Quevedo al oeste; y con Bravo Murillo al norte y Guzmán el Bueno al sur. Más allá de esta zona era territorio comanche, estaba prohibida mi presencia sin la compañía de una persona responsable.


En la Navidad de 1982, me encontraba en el portal de mi edificio con Salvadorcito y con el inefable Pepito. Pepito y yo seguíamos manteniendo esa relación de ardor-odio. Si él decía blanco, yo negro; si él tomaba Danone, yo Yoplait. Y así en todo. En lo único en lo que coincidíamos era en el amor que sentíamos por Isabelita. Sin embargo, sus sentimientos eran más oscuros y abruptos.


El caso es que estábamos en el portal y Salvadorcito mencionó que hay que ver lo bueno que están los pestiños que su madre trae de esa confitería de la Carrera de San Jerónimo, cerca de Sol, y a los tres se nos hizo la boca agua. Entonces Pepito dijo que si tantas ganas teníamos, que por qué no íbamos hacia esa tienda y nos comíamos unos cuantos. Cuando dijo aquello fue como si hubiese dicho que por qué no íbamos a Krypton en busca de kryptonita. Pero miré a Pepito y mantenía su mirada de cuervo en actitud retadora. La palabra miedica permanecía en su boca esperando a que yo me negara para soltarla como a una rata en celo, pero no iba a ser yo quien le diese el placer a semejante víbora.


Salvadorcito estaba reacio a emprender la odisea, aunque se mostró colaborador a la hora de planificar el recorrido. Yo sabía llegar desde nuestra calle hasta el final de Fuencarral, porque en ese punto están esas tetonas colgadas en el muro de un edificio. A su vez, Pepito sabía llegar desde Gran Vía a Callao, porque a menudo acompañaba a su madre de compras por esa zona; y Salvadorcito sabía ir desde Callao hasta la confitería, porque allí cerca vivía una tía suya. Y así fue como iniciamos la odisea, con diez pesetas en el bolsillo.


Iniciamos el camino los tres; la conversación era agradable. Hablamos de los click de Playmobil y de lo mucho que deseábamos hacernos con el barco pirata. Nuestras pequeñas piernas iban dando largos pasos camino del pestiño bendito que nos hacía la boca agua. Al llegar a la Glorieta de Bilbao, Salvadorcito se paró en seco, y nos dijo tajantemente que de ahí no pasaba. No sé si fue miedo escénico o un acto de madurez infantil, pero su decisión fue respetada por nosotros. Le prometimos guardarle un par de pestiños con la única condición de que no dijera nada a nuestras respectivas madres. Pepito y yo nos miramos, y aunque el miedo iba entrando en nuestras venas poco a poco, decidimos seguir sin la compañía de Salvadorcito.




Al llegar al final de Fuencarral vimos a las tetonas de aquel edificio. Mi preferida era la cuarta. Le llamaba Asunción, pero eso jamás se lo conté a nadie. A patir de ese momento, estaba en manos de Pepito, que era quien sabía andar por Gran Vía. Fue toda una experiencia caminar por aquella gran calle sin estar agarrado a la mano de mi madre. Y fue duro pensar que mi bienestar dependía en ese momento de mi gran enemigo. Si le hubiese dado por correr y esconderse, me habría dado un ataque de pánico en ese mismo momento. Me habría tirado al suelo para patalear y ponerme a gritar: "¡¡Mamaaaaaaaaaaaaaá!!". Pero Pepito se comportó por una vez como un caballero. Por muy grande que fuese nuestra disputa, había en aquella misión un hermanamiento coyuntural; si alguno de los dos cedía, derrotábamos los dos. Y fruto de semejante situación ocurrió un hecho inesperado: Pepito, al paso por el cine Avenida, cogió mi mano izquierda para ir juntos cogidos de la mano, mostrando así el afán por llegar al final de nuestra meta.



Minutos más tarde ya íbamos por la calle de Preciados. Fue el momento más duro, pues estaba abarrotada de gente, señoras que salían de Galerías Preciados, de los pequeños comercios, transeúntes, el hombre del cartel de "Compro Oro", los tirititeros, los guiris despistados, los carteristas.... Todo un sinfín de espectros, desconocidos que nos empujaban, apabullaban; y cual Hansel y Gretel, nos adentrábamos en el caos de la urbe, del delirio comercial de la calle más apabullante del centro de Madrid. Llegamos a la plaza del Sol como río que desemboca en el mar. Si cabe más gente aún, pero nuestro destino estaba aún más cerca. Ya casi olíamos a pestiños, y aquella confitería estaba a tiro de piedra.


En ese mismo momento, en Chamberí, estaba ocurriendo el detonante de toda esta historia. Mi madre se cruzó con Salvadorcito, y se extrañó de no verme con él, así que le preguntó que dónde me encontraba. Mi amigo de inmediato se puso rojo como un tomate, lo cual hizo sospechar a mi madre sobremanera. Oliéndose que algo malo ocurría, y ante la pasividad de Salvadorcito, mi madre optó por mostrar la fiera que esconde dentro, hasta el punto de hacer expeler al niño todo su orín contenido durante horas, y claro, confesó. Y mi madre cogió el primer taxi que se cruzó en busca de su hijito descaminado.


Nada más pisar la Carrera de San Jerónimo, una voz familiar se hizo notar. "¡Sobrino, sobrino!" ¡Era mi tío Rogelio! "¿Qué haces aquí, tío?" "¿Y tú, sobrino?" "Yo pregunté primero", le dije con chulería. Y me confesó que estaba haciendo guardia, pues por ahí cerca vivía su amada, la casada con el banquero.... Desanimado al no haber visto a esa mujer, nos llevó a la confitería, nos compró medio kilo de pestiños a cada uno y salimos de la tienda contentos y sonrientes..... Parecía el final feliz de nuestra odisea, pero en es emomento sonó un claxon y un grito escandaloso. Era mi madre, con todo el ímpetu adquirido por su condición de tupperwoman, energumenecida al comprobar que efectivamente me había escapado sin su permiso. Y fue entonces cuando mi tío Rogelio me sorprendió por primera vez. Con su aspecto de portero de la Sala Carabanchel, salió en mi defensa, diciendo que fue él quien nos trajo aquí, y que la culpa fue suya por no haberla avisado. La intención fue buena, pero ella no le creyó, porque mi tía Angustias le había avisado que si miraba para arriba mientras hablaba es porque mentía, y eso hizo. Todo el mundo se llevó un castigo: yo estuve mes y medio sin salir los sábados por la tarde, Pepito se quedó sin natillas durante seis meses y mi tío Rogelio tuvo que encargarse de lavar los platos durante un mes. Así es la ley cuando quiere ganarse el respeto....


Wednesday, November 07, 2007

24. La Llegada De Rogelio

El día que Juanito cumplió los nueve años de existencia en su peculiar vida, en el cine de verano proyectaron "Kramer contra Kramer". El niño lloró a moco perdido, quizás por la emotividad de las lacrimógenas escenas, y también un poco por ver representado en Dustin Hoffman al padre que no pudo criarle por su pronto fallecimiento. Al finalizar la proyección, como siempre, Juanito tuvo que apagar las velas de la tarta que hicieron en su honor. Aquel año el cine se llenó, y casi todos se quedaron para saborear la tarta que por fin había dejado de hacer Doña Enriqueta, la mujer del proyeccionista, ya que le habían diagnosticado diabetes y se negaba a cocinar algo que no pudiera comer, cosa que agradecieron todos.
Pero el pequeño Juan llegó cabizbajo a casa. Batalla le preguntó que qué narices le ocurría, pero él no respondió, porque era lo suficientemente mayor como para comprender que no es de cuerdos mantener conversaciones con los perros. Juan nos explica qué le ocurría esa noche.

JUAN
Aquella película me conmocionó. Ver a ese padre tan dispuesto por criar a su hijo a pesar de las adversidades creó en mí un hueco abismal en mi vida interior: necesitaba rellenar el vacío que dejó mi padre. El carácter de mi madre no era suficiente para insuflar en mí ese porcentaje de masculinidad que hacía falta en mi desarrollo como persona. Mi madre no tuvo novios en su viudez; estaba demasiado ocupada en mantener su puesto de number one como tuperwoman como para ir pensando en ligues y mocerías.... Tampoco pensó en mí; no quiso buscar un hombre que ejerciera de padre. Pero esa lloriquera que me entró tras ver Kramer Contra Kramer le hizo darse cuenta de que efectivamente una presencia masculina en mi casa podía ser beneficioso para mí.
CONCHA
Pensé que sí que era verdad que yo no era capaz de transmitir a mi hijo ese toque masculino que mi hijo añoraba. Así que me puse a pensar en candidatos a ocupar ese hueco. Y oiga, ese hombre no tenía por qué ocupar otros huecos, no sé si me entiende.... Podría ser un vecino, un respetable abuelo del parque, ¡incluso el cura! Pero entonces me acordé de Rogelio, mi primo de Cádiz. Hacía muchísimo tiempo que no sabía de él, pero mi tía Angustias me pidió hace años que Rogelio deseaba vivir en Madrid, aunque no tenía ni una mísera peseta, y si le recogíamos en mi casa, le ayudaría a empezar en la capital a la par que daría una compañía masculina a mi hijo.
Así que escribí a mi tía Angustias invitando al primo a ocupar la habitación que estaba vacía. Recordaba al primo como un chico recatado, con aspecto pusilánime, muy poca cosa. Bien pensado, no tenía muy claro que fuese la persona adecuada para completar la educación de mi hijo, pero era el único hombre que conocía con ciertas garantías de que no acabara violándome, así que me arriesgué y me decanté por él.
Fue llamarle y dejarlo él todo para venirse a vivir a Madrid. Dejó incluso a su novia de toda la vida de Cádiz, porque decía que esa chica no iba a ser feliz en la capital, pero.... la verdad era que el auténtico amor de su vida vivía en Madrid, y él estaba dispuesto a hacer todo lo posible por conquistarla, ¡a pesar de que estaba casada con un banquero y tenía cuatro hijos! Pobre iluso.... Pero a mí eso me daba igual, siempre que aportara algún dinero a la casa y se ocupara de parte de la educación de mi hijo. El primer encargo que le hice fue su educación sexual....
JUAN
De repente vino a vivir a casa un tío de casi treinta años, al cual no conocía ni en fotos, y al segundo día de llegar me ve sentado en el sofá de casa mientras veía a los payasos de la tele y me lanza una revista, y me dice: "Toma niño, échale una ojeada y aprenderás todo lo que necesitas sobre el sexo". Era la revista Private, y venía un especial sobre "Garganta Profunda". Con los ojos más abiertos del mundo fui mirando las fotos página a página y al llegar a la 23 mi estómago no pudo más y fui directo al baño a vomitar todo lo que había cenado la noche anterior. Mi madre vio la revista que había causado mi indigestión y esa noche mi tío Rogelio durmió en la Pensión Doña Pepita. Al día siguiente volvió a casa tras suplicar a mi madre durante horas, y bajo promesa de no volver a decir, hablar, comentar, mostrar, hacer, y enseñar nada referido al sexo mientras viviera bajo sus techos. Y así fue.

Friday, July 27, 2007

23. El Cumpleaños De Pepito.

A la tierna edad de ocho años, Pepito cumplió ocho años. El enemigo eterno de Juanito daba un paso más hacia la madurez y su madre quería celebrarlo con una gran fiesta en su casa. A tal evento irían niños de todos los rincones de Chamberí, incluso niños de Cuatro Caminos y del Colegio de Nuestra Señora del Buen Consejo, en cuya fachada faltaba siempre misteriosamente la "s" de la última palabra. Irían unos 20 ó 30 niños incluido Juanito, mal que le pesara al del cumpleaños.

Susana, la madre de Pepito, lo tenía todo previsto: habría refrescos, galletas, globos de colores, Sugus de Suchard y una gran piñata. Mientras tanto, en su casa, Juanito rebuznaba con impotencia ante la obligación de acudir a la fiesta de su feo vecino. Concha, como buena diplomática, sabía de la importancia de dicho evento. Mientras los niños disfrutaban de la celebración en casa del homenajeado, las madres se reunirían en su casa para celebrar una reunión de Tupperwares; de forma que nada podía enturbiar el pepitil acontecimiento.

Horas antes, madre e hijo se acercaron al Corte Inglés para buscar un regalo. Juanito sugería todo tipo de objetos ridículos e inservibles, como un cepillo para la espalda o unas muñecas rusas, pero Concha se decantó por un juego de dardos. Por unos segundos, el niño se imaginó a sí mismo atado frente a la diana y al vil Pepito ajustando su puntería para clavarle el dardo en la punta de su nariz.... Acto seguido, Juan vomitó encima de una dependienta, y en quince años no volvió a pisar la sección de juguetería del Corte Inglés de Chamberí.

A las seis en punto, una fila de niños repeinados esperaban tras la puerta de entrada a la casa. Al abrir el niño, todos gritaron al unísono: "¡¡Felicidades, Pepito!!" Y entraron todos corriendo como vándalos en busca de las medias noches, caramelos y coca-colas que les esperaban en lo alto de la mesa de la cocina. Para estas cosas, Susana era muy imaginativa. Inventaba juegos para los críos para que en ningún momento se aburriesen. En una de éstas, ella se colocó junto a la puerta de la cocina con una cesta llena de sugus, y los niños debían correr alrededor de la casa siguiendo un circuito hecho con globos, y cada vez que pasaban por la puerta, Susana les daba un sugus y una palmadita en el culo, y a seguir corriendo. Luego, cuando ya estaban cansados, les hizo sentar en el suelo y se puso a imitar animales que los niños debían adivinar.

Mientras tanto, las madres estaban en casa de Concha en plena reunión tupper. Y mientras.... ¿Qué hacía Batalla? El perro de los Fernández no dudó en aprovechar la confusión del momento para hacer realidad sus sueños más húmedos.... ¡beneficiarse a Lilí, la perra San Bernardo del Primero B! Y en ese piso se encontraban los canes, mirándose melosos después de beberse un par de tequilas con limón y sal y decirse tres cosas bonitas al oído, así, susurradas.... Pero poco les duró el romanticismo, porque la pasión les desbordó como a lobeznos, y pronto adoptaron la postura del misionero.... hasta que observaron que era una postura inservible siendo perros, con lo cual adoptaron la posición "a lo perro", más propio de ellos. Y cómo se les cambió la cara cuando obervaron que un schnautzer miniatura era incapaz de alcanzar el fruto de los dioses de una perra San Bernardo, por mucho que lo intentara.

La frustración llevó a Batalla incluso a usar una caja de zapatos para elevar el pubis, pero.... resultó imposible. ¡Su gozo en un pozo! ¡Su pasión inmaterializada! ¡Se acabó lo que se daba! Ella le dio un besito en la frente y trató de consolarle pero, básicamente, Batalla estaba hundido en la miseria moral más absoluta. Cabizbajo retornó a su casa, encendió la tele, y se puso a ver los dibujitos mientras bebía un martini bien fresco.

Mientras, en casa de Pepito llegó el momento culmen de la fiesta. Del techo colgaba una gran piñata. Susana le tapaba los ojos a su hijo con un pañuelo negro, mientras todos los niños esperaban expectantes a que los miles de caramelos salieran dispersos de la piñata tras un golpe crucial de Pepito. Pero el vil niño se guardaba un as en la manga. Previamente, había hecho un pequeño agujero al pañuelo negro, pero no precisamente con la intención de dar un golpe certero a la piñata, sino para buscar a Juanito entre la multitud de niños y dar unos cuantos palazos. Cuando Susana gritó ¡yaaa!, Pepito ya había localizado a Juan a su derecha, y empezó a dar palazos buscando su blanco perfecto. Los niños empezaron a correr despavoridos y Juanito intentaba evitar los golpes de Pepito esquivándolos como podía. Susana, enfurecida con su hijo, no paraba de gritar que dejara de comportarse como un troglodita, y que le diese a la piñata de una puñetera vez, pero no había manera. La manada de niños abrieron la puerta de la casa y salieron de allí entre chillidos y aullidos, y sus madres, al oír semejante follón, salieron también despavoridas de casa de Concha, convirtiéndose aquella situación en un acto propio del hundimiento del Titanic.

Por supuesto, algunas madres aprovecharon el caos para hacerse con algún tupper sin pagarlo, y aquello supuso un enfrentamiento cruel entre Concha y Susana durante un largo tiempo. Pepito fue castigado durante un mes, y en compensación, susana le regaló a Juanito el contenido de la piñata que nunca llegó a estallar. El pequeño Juan comió tantos caramelos esa semana, que cogió una buena empachera, y durante 20 años jamás volvió a comerse un caramelo, ni siquiera un Pictolín.

Wednesday, May 23, 2007

22. Salvador, Un Amigo.

En el verano del 80, Juan cumplió siete años. Aquella noche, en el cine de verano, la celebración de su cumpleaños fue si cabe más triste de lo habitual: el Doctor Gutiérrez, el médico que le ayudó a nacer, acababa de morir. Él fue el que todos los años se encargaba de los preparativos para el cumpleaños del niño, y quien elegía la película a ver. En esa ocasión, hubo que improvisar y se tiró de la primera película que encontraron: ORDET, de Theodore Dreyer. Ni que decir tiene que el niño sufrió las secuelas durante todo el verano.
Pero aquel verano del 80 ocurrió algo muy importante en la vida de Juanito.
JUAN
Una tarde tediosa de verano, mi madre me llevó a la piscina del Canal de Isabel II. Ahí iba yo, con mis siete años y mi gordura sobredimensionada de la mano de mi madre. Me encantaría decir que acoplamos las toallas en el frondoso y verdoso césped, pero es que no fue así. Nos tuvimos que conformar con el único metro cuadrado libre del duro y rojizo suelo. Una marea humana poblaba aquel oasis en medio de la civilizada Chamberí. Aunque, según el alto nivel sonoro producido por los salvajes chichidos infantiles, estábamos más cerca de Sodoma que del Edén.
Mi madre debió de darse cuenta de que yo era el único niño que no chillaba, y que no lo hacía porque estaba solo y no tenía a nadie con quien gritar. Así que decidió acabar con la situación y buscarme un amiguito. Cual periscopio submarinesco, su cuello empezó a girar de un lado a otro buscando no un puerto donde atracar, sino a mi alma gemela; aunque se conformaba con alguien que aguantara dos horitas y así poder ella relajarse.
De repente, sus ojos hallaron un objetivo: un niño jugando solo con los cubos y las palas. Mi madre me cogió de la mano y me llevó hacia él:
- Hola niño, ¿cómo te llamas?- preguntó mi madre.
- Salvadorcito, pero mi abuela me llama Salvador.
- Mira Juan- dijo mi madre- éste es Salvador, y es como tú.
Y se fue. Y el niño y yo nos quedamos mirándonos con extrañeza. Y en mi cabeza retumbaba una única cuestión: ¿Qué quiso decir mi madre con aquello de "y es como tú"? ¿Cómo yo de chico? ¿Como yo de tonto? ¿Como yo de gordo? Efectivamente, él era tan gordito como yo, y quizás pensó que me hacía un favor uniéndome a otro niño obeso. Lo que no pudo imaginarse jamás mi madre era que ese niño gordo adelgazó todos esos kilos a los 15 años, que se apuntó a un gimnasio, que musculó su cuerpo como las estrellas de cine y que se convirtió en el ser más envidiado por mí. Y para más inri, Salvadorcito se convirtió en mi mejor amigo.