La madre de Juan se dio verdaderamente cuenta de su situación de viuda cuando vio que la televisión estaba encendida y su marido no le hacía ni caso, y eso que ponían una de Conchita Velasco. Al velatorio, en la propia casa, acudieron las personas justas, y muy pocos lloraban de verdad. Paco, Gutiérrez y Mariano, compañeros de Correos de Antonio, regalaron a la viuda una colección de sellos de temática pajaril. Cigüegas, pelirrojos, canarios, grajos....toda clase de pájaros ahí metidos. La vecina del quinto B le llevó una fiambrera con croquetas, rellenas con el resto de la pata de jamón de la Navidad pasada. La empresa del Tuperware mandó una corona de flores que rezaba: "Conserve sus fiambres en fiambreras Tuperware". Nunca se sabe dónde hay un potencial cliente....
Concha observaba a su marido y miles de recuerdos se le amotinaban en su cabeza. Su primera mirada furtiva, sus besos sencillos bajo la escalera de un portal, sus discusiones diarias....Momentos bellos y también tristes, como en toda pareja de humanos. Viéndole ahí quietecito intentaba recordar por qué se casó con él, pues realmente no lo recordaba.
CONCHA
Conocí a Antonio por pura casualidad. Fui un sábado por la mañana a la oficina de Correos de Guzmán el Bueno. Recuerdo que iba llorando, en mis manos llevaba una carta dirigida a quien entonces era mi novio, y en ella le hacía saber que nuestras relaciones habían acabado, que me llegaban rumores de indefilidad a cada momento, y no lo soportaba más. Él vivía en Santurce, y la relación a distancia era insoportable. Entonces llegué al mostrador y allí estaba Antonio, delgaducho y con todo su bigote. Me vio llorar y me cogió la mano. Me dijo que no llorase, que nada ni nadie se merecía unas lágrimas tan bellas. Esas palabras me cautivaron. Yo dudaba si mandar la carta o no, porque mi futuro dependía de ello. En cuanto le expliqué su contenido a Antonio no dudó en convencerme de que debía mandarlo, incluso certificado y urgente. Y eso hice. La carta llegó a su destinatario, y Antonio y yo empezamos a salir.
Dábamos paseos por el Retiro, nos metíamos en los cines de Gran Vía y nos volvíamos riendo hasta llegar a Chamberí. Fue un bonito noviazgo. Su bigote me incordiaba, pero me dijo que era una herencia familiar, y que no se lo podía afeitar. Un buen día, merendando en una cafetería bulliciosa, se arrodilló ante mí y dijo: "Mira, una moneda de cinco duros", y con eso pagó la merendola. Y así seguimos un día y otro y otro hasta que me pidió en matrimonio. Y no pudo hacerlo de otra manera, me mandó una carta pidiéndome que me casara con él, y que se afeitaba el bigote si hiciera falta. Pero no le hice pasar por ese mal trago. Le mandé un telegrama diciéndole que sí, que le quería, y que hiciese el favor de limpiarse por detrás de las orejas. Y así fue cómo acabó nuestro noviazgo y empezó nuestro.....matrimonio.
Antonio fue enterrado entre los sollozos, los suspiros y los "ay, ¿por qué?" de la familia del fallecido de al lado. "Ya podían ponerse de acuerdo con los horarios, o bien distribuir a los muertos a cierta distancia", dijo la vecina del quinto. El problema de Antonio fue que no se dejó querer, y por eso su presencia en este mundo fue prácticamente ninguneada, a excepción de la hipoteca del piso, que mensualmente le hacía una visita.
1 comment:
Mira que dejar a uno de Santurtzi...
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