Cuando el viernes por la noche, mientras veían el Un, Dos, Tres, le dijo Concha a su hijo que el sábado iba a venir Isabelita a pasar la tarde con él, Juanito sufrió una especie de colapso emocional que casi le lleva a Urgencias.
JUAN
Claro, imagínese cómo me afectó aquello. Isabelita era mi amor platónico. Estaba acostumbrado a tratarla en el colegio, pero ese sábado iba a tener un bis a bis con ella. Al menos dos o tres horas mi amada y yo a solas, tomando Cola Cao y galletas. Aquello me dio un pánico escénico digno de un cantante de ópera primerizo. ¿De qué iba a hablar con ella tanto tiempo? Yo estaba acostumbrado a hacerle comentarios en clase, del tipo “Mira, al profe se le ve el culo”, o bien, “¿Quieres regaliz?... Toma”. Pero poco más. ¡No tenía ni idea de qué podíamos hacer tanto tiempo en mi cuarto! Así que lo primero que se me ocurrió fue implorarle a mi madre para que no me hiciese pasar por ese mal trago, pero me ignoró completamente, y me dijo que ya era hora de que madurara. La verdad es que tenía razón, pero esas horas previas al primer encuentro, se me hicieron eternas.
Ese día Juanito se frotó más que nunca en la ducha; no quería que ninguna parte de su cuerpo quedara sin limpiar. Acabó con el bote de colonia y hasta se untó el desodorante de su madre. Bebió como diez vasos de agua durante el almuerzo, estiró el cuello como un condenado al garrote vil, tragó saliva innumerables veces y hasta se leyó el periódico del día para tener temas de conversación. Fue al váter en ocho ocasiones, más por nervios que porque se lo pidiera su aparato digestivo. Vomitó tres veces y tuvo más escalofríos que un soldado americano a punto de desembarcar en Normandía. Y entonces llegó la hora: a las seis de la tarde, sonó el timbre de la puerta. Ya no había marcha atrás. Era la hora de enfrentarse a sus miedos.
JUAN
Mi madre abrió la puerta y aparecieron Isabelita y su madre. Isabelita tenía cara de pocos amigos; tenía la mitad de la boca torcida para arriba, en clara actitud despreciativa. Su madre aclaró que su comportamiento se debía a que esa tarde salía en Tocata su cantante preferido, pero mi madre le dijo que no pasaba nada, que cuando fuera a salir encendían la tele y así podría verlo, y entonces ella cambió su gesto y volvió a ser la dulce Isabelita que conocía del colegio. Pero entonces mi madre nos empujó a mi cuarto, nos llevó Cola Cao y galletas, y cerró la puerta diciendo: “Os cierro la puerta, que nosotros vamos a hablar de cosas de mayores”. Entonces miré a Isabelita de reojo y vi en ella un gesto parecido al de un presidiario que acaba de llegar a su nueva celda. Se quedó quieta mirando cada rincón de mi cuarto, y cuando ya no había más detalle que mirar, me clavó su mirada azul en mis ojos y me dijo: “¿Y ahora qué hacemos?”. Así que nos sentamos los dos sobre el borde de la cama, en silencio, y sin saber qué hacer y qué decir. Después de media hora así, le pregunté: “¿Quieres jugar a Juegos Reunidos Geyper?”. Pero me contestó con un seco y dulce “No”. Por dentro, yo no paraba de pensar por qué a mí me pasaban estas cosas. Batalla, que presenciaba la escena desde el rincón de mi cuarto, me miraba con gesto de resignación perril. No sabía por qué, pero no me salía ninguna palabra de la boca. En media hora sólo pude decirle: “¿Te acuerdas de que al profe se le veía el culo?”. Y también: “¿Quieres regaliz?... Toma”.
Yo no entendía nada. Odiaba a Pepito con toda mi alma, pero no tenía ningún problema de comunicación con él; podía estar horas hablando de cualquier cosa, y lo mismo con Salvadorcito, pero estaba ante mi primer amor coetáneo y estaba desaprovechando aquella oportunidad propia de un regalo de los dioses.
Mientras esto ocurría, en la sala de estar Concha y Margari hablaban de cosas de madres. Concha se sinceró con ella y le contó cómo se encontraba anímicamente desde que enviudó, pero no dudó en soltar dos o tres chistes de cosecha propia para que su nueva amiga no pensara que un funeral era más divertido que tomar café con ella. Hablaron de sus series preferidas, de lo guapo que era Imanol Arias, de cómo hacer croquetas más consistentes, de la Guerra de las Malvinas, de las casualidades de la vida y de lo duraderas que son las fiambreras Tupperware… Esto último se le escapó a Concha, por más que se prometió a ella misma que no mezclaría asuntos profesionales con su nueva amistad.
Transcurridas dos horas, y después de haber visto a Miguel Bosé en Tocata, los niños aún seguían en el cuarto de Juanito. “¿Te ha gustado?”, le preguntó el niño a Isabelita. Y ella respondió: “Sí, mucho”. Juan sabía que su amada se derretía con los quesitos de La Vaca Que Se Descojona, así que le había dado dos, para que así la niña tuviese un buen recuerdo de su estancia en su cuarto. La tarde estuvo lleno de momentos agridulces para Juanito. Por un lado, la alegría de compartir con ella su primera tarde juntos; por otro, la vergüenza que pasó cuando a Batalla le dio por agarrarse a la pierna de Isabelita y hacer movimientos púbicos impúdicos. En ese tiempo apenas hablaron entre ellos, pero rompieron ese muro temeroso de la primera vez. A partir de entonces, todo podía cambiar en su relación. Quizás no tendría consecuencias inmediatas, pero sí a posteriori.
A las 8:15 de la tarde, Margari e Isabelita se despedían de la casa de los Fernández cargando con el último lote de Tupperwares. De verdad que lo intentó Concha, de verdad; pero le fue imposible evitar venderle ese último lote recién llegado de fábrica.
BATALLA
Yo sólo quería hacerle ver a Juanito qué era lo que tenía que hacer.